CUENTOS

EL VUELO

  Milton era un vago. Sea por la causa que fuere, porque era el mayor de muchos hermanos de una familia pobre, porque su padrastro se ocupaba solo de sus propios hijos, y su madre, aunque hacía lo que podía, no daba abasto para atenderlos, o sea porque finalmente, terminó de criarse con unos tíos ancianos, la cuestión es que no había adquirido hábitos de trabajo.

  El estudio tampoco era lo suyo. Alguna cosa temporal, pero que no fuera exigente, algo entre el futbol y la murga, nada que obligara, nada que le exigiera demasiado.

  Finalmente reconocido como inútil, en el único lugar en que lo aceptaron, comenzó a trabajar.
  
  Ayudante en la base aérea. Ahí le fueron asignadas diversas tareas, desde pelar papas hasta ayudar en la limpieza y hacer guardias, horas eternas, parado.

  “¡Ufa! Como me duelen las piernas, que sueño, ya me arrestaron dos veces por encontrarme dormido, añoro el río, cuando termine el turno me voy directo, que baño”

  El comienzo de su jornada se perpetuaba en el barrido y limpieza.

  Charlatán, locuaz, cantor y medio músico, tuvo que pasear su mirada siempre por el piso. Poco a poco aprendió el rigor del orden y la disciplina, le sobraron fines de semana bajo arresto.

  De manera rápida, y aprovechando de su desfachatez, se fue acercando a los talleres y aprendiendo algo de fierros.  -Cabo, puedo ayudarlo a desarmar y lavar estas piezas.

  Sin embargo, siempre hubo momentos en que miró hacia arriba, al escuchar el sonido de los ruidosos y antiguos aviones de combate, que usaban los pilotos para acumular horas.

  “Que precioso debe verse el río desde lo alto”, pensó.

  “Cerrar los ojos y echarse a volar”, tarareó

  Siempre en tierra, sobre la pista, se había sentado, tantas veces, algunos minutos, frente a los controles de los aviones que ya creía entender como pilotearlos.

  Un día, al encender la radio, se enteró de que había llegado, para tareas de entrenamiento, un enorme aeroplano, con cuatro turborreactores. ¡Cuánto le apetecía poder subir al avión!

  Durante dos días vio cómo se elevaba pesadamente pero con majestuosidad, yendo y viniendo, era muchísimo más grande que los pequeños aviones que veía a diario.

  Al tercer día vio una oportunidad, la partida del avión estaba retrasada, había pasado la hora de despegue porque se esperaba la llegada de un piloto. Subió las escaleras y miró desde el borde, hacia adentro, no había nadie en el pasillo, todos los ocupantes estaban sentados conversando entre ellos, se oían voces altas y risas.
  
  Se sentó en el primer asiento libre que encontró. Se acurrucó contra la ventanilla, tratando de llamar la atención lo menos posible y miró hacia afuera a sus compañeros de fajina, bajos, pequeños y alejados. Ya se sentía en el aire.

  -Este vuelo es solo para el personal superior-. Escuchó la voz del capitán que acababa de subir, mientras le señalaba la puerta, aún abierta.

  Otra vez, se había quedado en tierra, sin despegar.

  Rezongando e insultando al mundo entero se unió con sus compañeros, a observar desde abajo, como siempre.

  Unos minutos después el avión carreteó lentamente, como lo había hecho los días anteriores, fue acelerando y se elevó sobre el final de la pista. Los primeros metros, voló casi sobre los árboles y subió rápidamente. Lo vio desaparecer siguiendo la línea de la costa, como veía siempre los aviones de combate alejarse. Lo observó volver, poco tiempo después, con los movimientos propios de un avión más pequeño.

  “Éstos están locos” pensó.

  El avión se acercó peligrosamente al suelo, voló por unos metros al ras del piso y terminó en una terrible explosión que hizo temblar la pared y los vidrios de la sala que estaba detrás de él. Las llamaradas fueron enormes.

  La sorpresa y angustia se apoderaron inmediatamente de él y de todos los que estaban allí y de los que desde lejos habían contemplado el vuelo.

  Al día siguiente, terminada la inspección y obedeciendo la orden impartida, bajaron él y sus compañeros del camión que los había llevado al lugar del desastre y vio lo que quedaba de la aeronave, pedazos de lata negra, dobladas, chatarra aun humeante. Incomprensiblemente algunos asientos estaban casi intactos. Pronto emprendieron la tarea de embolsar los cadáveres. No lo olvidaría por el resto de su vida. En cada bolsa fueron poniendo lo que pudieron, la mano de uno, el brazo de otro, una bota con un pie dentro. Miraron lo menos posible, pero no olvidarían fácilmente la visión de esa carnicería, afortunadamente no había rostros reconocibles.

  Tiró y tiró de una mano, no podía moverla, estaba milagrosamente unida a un cuerpo quemado, pero casi entero, tomó el brazo y tiró más fuerte, logró mover el cuerpo. ¿Cómo haría para ponerlo en la bolsa? Se preguntó mientras trataba de arrastrarlo. Gritó a sus compañeros.

  -Ayúdenme que éste pesa mucho.

  Y volvió a gritar más fuerte

  -¡Está vivo! Pero lamentablemente no era así, había sido solo un deseo, o quizá su propia realidad.

  Al día siguiente recorrió las calles, acongojaba ver la cantidad de cortejos fúnebres.

  Siguió, siguió caminando. En un vuelo esperanzador, subió los seis escalones de la entrada al liceo, se dirigió al bedel y le dijo – vengo a anotarme para continuar estudiando.- y agregó.- ¿no se en que año estaré?, creo que en cuarto.

  -Milton, dejaste en primero.

  -Bien, tendré que comenzar a enseñar antes. Un poco de humor no está demás-, agregó. -He leído bastante espero que no me sea difícil salvar esos cursos, de pronto doy algún examen libre, solo es un tiempo más. Hasta me resulta agradable este lugar. Voy a estudiar para mecánico. Te aseguro, que de ser otra mi historia, si yo hubiera piloteado, no hubiera habido accidente.


  -Dale, adelante, que he visto a varios arrancar como tú y volar alto.- Le respondió el viejo bedel.

****************

LA ABUELA VIEJA

(Para Julieta)
Tendría yo unos cinco años, cuando fui con mi abuela Isabel a visitar a su madre, de nombre Elena, a la que llamábamos cariñosamente “la abuela vieja”. Fuimos en tren, desde Montevideo hasta Nico Pérez. Es uno de los mejores y más nítidos recuerdos que mantengo de esa edad.
Con cierta regularidad Isabel, o alguna de sus hermanas visitaban a su madre, aunque ella era la que más iba. Todas vivían con alguno de sus hijos bien lejos de Nico Pérez. Luego de cada visita se reunían, o se escribían por carta y se contaban como estaban. Eran ocho hermanas creo. La abuela vieja tenía también un hijo, era el menor de los hermanos, trabajaba como peón de campo en la zona donde ella vivía y en ciertos periodos pasaba buen tiempo con ella, entre un trabajo y otro.
Cada vez que me llevaban al centro de Montevideo, me quedaba todo el  tiempo que podía mirando un tren eléctrico que  exhibían en la amplia vidriera de un comercio. Este pasaba por montañas y túneles, atravesaba estaciones, pasos a nivel con barreras automáticas y más, era el sueño de cualquier niño y, ¿por qué no? de algún mayor.
La experiencia de viajar en uno real, de niño, por primera vez, es imposible de describir. Una estación central enorme, con largos andenes, donde,  en cada uno de ellos se ubicaban locomotoras y vagones con diferentes destinos, donde un gentío enorme deambulaba bajando de los que llegaban o buscando el andén donde estuviese aquel en el cual partirían.
Subimos a un vagón largo, con asientos enfrentados, entre los cuales se situaba una mesa amplia. A nuestro lado había una gran ventanilla que permitía ver en detalle el exterior. De pronto el guarda pitó para anunciar la salida. Al principio el movimiento fue muy lento y ruidoso, casi a sacudidas, luego se fue ganando algo de velocidad. Al poco rato volvió a pasar el guarda marcando los boletos, los que eran de un cartón grueso. Los  apretaba con una pinza de mano hasta producir un hueco redondo en ellos.  
Por un rato los cruces de barreras, con los automóviles detenidos cediéndonos el paso, la gente que subía y bajaba fue un gran atractivo, luego, la ciudad quedó atrás y dio paso al campo verde y plano. El tren paraba en todas las estaciones del camino. Ocasionalmente, junto a otro, que circulaba por una vía paralela, en sentido contrario. Me llamó mucho la atención el hecho de que cuando uno arrancaba lentamente, no era posible saber cuál de los dos se movía.
Mi abuela colocó mate y termo sobre un pequeño mantel bordado, cuidadosamente colocado sobre la mesa. Llevaba unas redondas galletitas dulces, preparadas el día anterior. Cabe comentar que ella tomaba el mate dulce, es decir que agregaba azúcar al mate con una cucharita. Yo, rn ese momento era muy chico para tomar mate, luego recuerdo haber tomado mate dulce, pocas veces, hasta cambiarlo por el amargo. El que hoy día tomo de continuo.
Sobre la mesa del vagón estaba mi rompecabezas, el que solía armar y desarmar, no con poco trabajo. Como parte de mi equipaje viajaba una pequeña pelota de goma, que por razones obvias no pude utilizar. El vagón daba para bajar del asiento y correr por el pasillo, de modo que aunque largo el viaje no tuve tiempo de aburrirme. Posiblemente dormí un rato, ya que ese día nos levantamos muy temprano para tomar el ómnibus que nos llevó a la estación del  ferrocarril.
Durante el viaje, todavía sonaban en mis oídos las recomendaciones de mi padre, antes de partir. En ese momento me pareció que hacía ya mucho tiempo que me las había formulado. Él habló sobre la forma como se comportan los hombres. Sobre no causar problemas, especialmente a la abuela vieja que estaba ya muy viejecita, de como debía tratar de hacer cosas a los efectos de poder ayudar y cuidar de los demás. Estos conceptos de humildad y fortaleza serían una constante en toda mi niñez, siendo más específicos a medida que crecía.
La abuela vieja, era muy vieja, valga la redundancia, toda su cara estaba surcada por arrugas profundas. El tiempo había oscurecido su rostro, la había encorvado y había disminuido su altura. Tenía un andar muy lento y era pausada al hablar. Sin embargo, una voz profunda y autoritaria manaba de su interior. Usaba una vestimenta oscura que la hacía parecer aún más delgada, y un pañuelo en la cabeza.
Todavía recuerdo la vivienda, no sin esfuerzo, era pequeñita, de adobe y  se levantaba en un bien mantenido predio esquina. Del lado derecho un baldío y del lado izquierdo una humilde casita blanca.
Paredes de barro y techo de paja, creo recordar una sola pieza. El baño, de ladrillo, cementado con barro y sin revocar se encontraba al costado, curiosamente bastante distante de la única puerta, ubicada en el lado más largo, hacia el interior del terreno. Al  lado derecho y antes de llegar al baño se ubicaba una vieja pileta para el lavado de la ropa.
El piso, de tierra, se encontraba meticulosamente barrido y recuerdo disfrutar caminando descalzo sobre él,  por el interior fresco, en aquellos calurosos días de otoño.
La casa se encontraba justo en el borde de la ciudad y en esa misma esquina estaba instalada una canilla pública, a donde recurrían los vecinos para surtirse de agua, tanto para realizar la limpieza, para cocinar, como para beber.
Me viene a la memoria un aroma a tanjarinas cuando pienso en ella.
La pequeña ventana se ubicaba de forma que el aire circulara entre ésta y la puerta si se encontraban abiertas. No recuerdo bien los pocos muebles de su interior, seguramente una cocinilla a querosene o “primus” como se las llamaba comúnmente, ubicado sobre una pequeña mesa o sobre un banco. Dos camas de hierro con un ropero pequeño, una mesa y un par de sillas. Un reloj despertador muy grande, con dos campanas sobre una mesita de luz. Y un Cristo en su cruz, no muy grande, brillante, como único detalle sobre la pared en medio de las cabeceras de las camas.
A mitad de la mañana venía el lechero, paraba el carro al costado de la porterita de entrada. Mientras el caballo comía algo de pasto de la vereda, muy angostita, él utilizando una medida vertía la lecha de un tarro en una olla que le alcanzaban.
Las dos mujeres conversaban bastante, intercalando frecuentemente y largos periodos de silencio. Una de las tardes mi abuela comentó que al día siguiente iría a misa, tendría que caminar varias cuadras. Su madre le respondió que hacía tiempo que no iba, que la iglesia quedaba muy lejos, que solamente rezaba el rosario al atardecer.
El farol a querosene casi no se utilizaba. La vida transcurría mayormente durante el día. Al atardecer se preparaba la cena, mientras caía la tarde se picaban las verduras y se colocaban en la olla, la que colocarían luego al fuego. Mientras se cocinaba la comida, la noche iba llegando y la luz mermaba cada vez más, hasta que quedábamos alumbrados solamente por la luz tenue de la llama del “primus”. Era la hora de los cuentos, siempre eran cuentos relacionados con la vida pasada de ambas, o de cada una de ellas. Siempre había un cuento para mí. Era un momento hermoso. Luego cenábamos y nos acostábamos.
Una de las mañanas, cuando me levanté, vi con alegría llegar a la abuela con varios paquetes. Uno de ellos era un precioso auto de lata con muchos colores. Los juguetes no eran en esa época abundantes y eran bien diferentes de los actuales.
El auto de lata simulaba un auto de policía. Las ruedas eran pintadas y en el lugar de las ventanillas se veían las figuras dibujadas de los policías y hasta de un ladrón en el asiento trasero. Era hermoso. Lógicamente que de forma inmediata debería transportar al preso a la cárcel y para poder circular debería tener un camino que recorrer, y una comisaría donde llegar, de modo que había mucho que hacer.
El camino fue armándose con zonas aplanadas del terreno, con piedras y palos que formaban puentes y un par de piedras más grandes, junto con un trozo de alambre, eran la cárcel. No sé cuántos caminos y lugares se lograron crear para el auto, algunas piedras y ramas, un cruce de vías con dos varas semienterradas y mi fértil imaginación de niño. Todo esto no estuvo libre de dificultades, ya que un mantelito constituía el techo del garaje del auto, lo que no pasó inadvertido y tuvo sus consecuencias.
Uno de los juegos más divertidos consistía en ayudar a llevar agua. Todos los baldes eran muy grandes para mí. El utilizar la palangana solamente me sirvió como pretexto para mojarme lo más que pude. Finalmente dieron con un tarro adecuado a mi tamaño. Siempre debía esperar a que alguien llegase a surtirse de agua, pues no podía abrir la canilla, la que por lo general se cerraba con mucha fuerza para que no quedara perdiendo.
Para mi diversión, la canilla se constituía a su vez en grupo de reunión de vecinos, muchos de los cuales pasaban largos ratos conversando.
Tres o cuatro años después ella estuvo unos meses en nuestra casa, tenía mucha edad para vivir sola. Al poco tiempo quiso irse pues extrañaba su pueblo y a su hijo menor y un día decidió volver al Nico Pérez soñado y alquilar otra casita.
Recuerdo un día en que estaba jugando un partido de futbol en el campito de al lado y discutiendo sobre un penal. Mi madre me llamó y me dijo desde lejos
—Ven a despedirte que la abuela vieja se va.
Yo no quise dejar el partido y me quedé como sin escuchar. Mi madre se acercó más, caminé unos pasos hacia ella y me dijo casi al oído
—Ve y despídete de la abuela vieja, ¿quién sabe si vuelves a verla?
Seguí lentamente detrás de mi madre, di un abrazo y un beso a mi abuela vieja y esperé hasta que el taxi desapareció detrás de la esquina.
Poco tiempo después Isabel partió hacia Nico Pérez, a su regreso, vi por la puerta entreabierta de su cuarto el crucifijo brillante, colgado detrás de su cama.
Ya de mayor pasé varias veces por Nico Pérez, no en ferrocarril, pues ya no funcionan, sino que en auto o en camioneta. Recorrí los alrededores, pero no pude encontrar una casa, o mejor dicho un rancho, que se le pareciera. Es que las imágenes que uno guarda en su memoria, cuando es muy pequeño, pasado el tiempo difieren tanto de la realidad, que aunque hubiera permanecido igual seguramente no la habría reconocido.

Desde ese momento hasta ahora, ha pasado tanto tiempo, que a veces dudo. Dudo acerca de si ese viaje fue verdadero, o solo mantengo la imagen de cuentos que escuché cuando niño.

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